Desde la fila tres del patio de butacas
Por David Barbero | 29 octubre 2017 - 11:48 am
Categoría: General

David Barbero

-Debo comenzar reconociendo un error. Ayer salí enfadado de la representación de ‘El príncipe de Maquiavelo’ interpretado por Fernando Cayo, bajo la dirección y la dramaturgia de Juan Carlos Rubio en Teatro Barakaldo. Como enfadarse es siempre una equivocación, sólo me queda el propósito de no repetirlo.
-¡A ver cómo lo explico!
-Dejé de ir a otros espectáculos y cambié varios horarios para poder asistir a éste. Lo hice por el interés que tenía en verlo.
-Era consciente de la gran dificultad que entraña la dramatización y la escenificación de un texto nada teatral, nada narrativo, todo filosófico y lleno de teoría política como es ‘El príncipe’. Eso aumentaba mi curiosidad y mi interés.
-Basaba mi esperanza el haber leído buenos comentarios y alabanzas sobre la pieza. También el hecho de haber disfrutado y valorado positivamente otras direcciones y otras autorías de Juan Carlos Rubio. Asimismo Fernando Cayo ha demostrado sobradamente sus cualidades y su maestría.
-Esa actitud positiva se completaba con las palabras escritas por el director y adaptador en el programa de mano. Destacaba la gran personalidad del autor renacentista y la importancia del texto, así como la polémica que siempre le ha perseguido a lo largo de la historia. Incluso insistía en la total actualidad de sus ideas, dados los tiempos convulsos en que vivimos.
-Así que todo predisponía a pensar y sentir positivamente.
-Sin embargo, a los pocos minutos, comenzaron las dudas. Y antes de la mitad de la obra, había comprendido que me había equivocado dando preferencia a este espectáculo sobre otros que había desechado.
-Los motivos que me llevaron a esa negativa sensación eran que la adaptación de tan importante texto me daba la impresión de ser digna de un resumen de Wikipedia, sin ninguna dramatización o intencionalidad escénica. La interpretación era orientada hacia la realización de numerosas acciones insignificantes sin sentido ni relación con el texto, lo que no servía para otra cosa que distraer y difuminar su gran contenido.
-Lógicamente seguí prestando todavía más atención durante todo lo que quedaba de espectáculo en busca de solución. Pero no encontré nada que me sirviera para justificar mi equivocada elección.
-Siendo totalmente sincero, debo reconocer que sí que hubo un par de instantes, algunas frases bien colocadas y algún juego de escenario, que me produjeron una momentánea duda esperanzadora. Pero sólo eso.
-Así que esa frustración contenida fue, creo, la causante de mi enfado. Pero insisto en que no me concedo ninguna justificación. ¡Enfadarse es siempre un error!

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